Una de las partes más difíciles del proceso del duelo ha sido ver como mis hijas son tan poco reconocidas socialmente. Para la mayoría de la gente no fueron más que algo que pudo ser y no fue. He llegado a entenderlos, estoy consiguiendo no enfadarme con los comentarios, los gestos... Pero sigo sin poder aceptar que pretendan que yo lo sienta a su manera.
Me he rendido, no puedo explicar más, no puedo gastar energías en intentar que comprendan. Finalmente sólo pido que me respeten, que me dejen vivirlo de la manera que yo quiera. No pido que me llamen madre, simplemente que me permitan sentirme así, porque lo soy, porque lo fui durante 20 semanas y luego otras 20 más. Esto no es un título que se pone y se quita.
Adoro a mis hijas, no las conocí en vida, no las he criado, pero las he querido como una madre y así las sigo queriendo. No me hace falta compartir mi día a día con ellas para hacerlo. Las quiero por lo que son, lo más importante de mi vida, lo más bonito que he hecho, a pesar del triste final.
Aquí estaba Júlia, de unas 15 semanas. No tengo más recuerdos de ella, los perdí, pero esa es otra historia.
Esta es Aina a las 12 semanas:
¿Véis? Estaban allí, creciendo dentro de mí, hasta que llegó la hora de marcharse, pronto, demasiado pronto.
Existieron, luego son mis hijas.